Anatole Kaletsky: Es la era de la guerra entre generaciones
Acabo de cumplir 58 años. Si fuera un trabajador griego, podría jubilarme. Aunque las pensiones en Grecia suelen empezar a cobrarse a los 61, existen disposiciones que permiten jubilarse a los 58 si se ha trabajado durante 35 años, precisamente el tiempo que llevo trabajando yo.
Mi pensión del Estado griego, vinculada al índice de inflación, alcanzaría entre el 75 y el 90% del salario medio nacional, garantizado para el resto de mi vida.
Si quiere saber por qué la economía helena ha entrado en bancarrota y el euro parece estar al borde de la desintegración, no mire más allá. El mejor argumento que he oído para una ruptura del euro ha sido un comentario en un periódico alemán:
"Los griegos salen a la calle para protestar contra una subida de la edad de jubilación de 61 a 63 años.¿Tendremos que ampliar los alemanes nuestra edad laboral de los 67 a los 69 para que los helenos puedan disfrutar de su jubilación?"
No se trata, sin embargo, de un artículo más sobre griegos derrochadores y alemanes santurrones. La batalla de los rescates en Europa sólo es secundaria comparada con el enorme conflicto social que nos espera por todo el mundo en los próximos veinte años.
El fenómeno baby boom
No será una lucha entre naciones ni clases sociales, sino entre generaciones, y es un conflicto que en Gran Bretaña empieza propiamente este año. El final de la Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1945, marcó el inicio del baby boom, que duró hasta mediados de los sesenta. Ahora, 65 años después, la correspondiente revolución pensionista está a punto de hacer tambalear nuestra sociedad, nuestra economía y nuestras instituciones políticas.
Si el término revolución le parece exagerado, considere el principal problema de la política británica hoy en día, y después permítame que dirija su atención al libro más importante sobre el tema, escrito casualmente por un alto ministro del nuevo Gobierno. La cuestión es, por supuesto, el volumen insostenible de déficit público. El libro se titula The pinch, y lo firma David Willetts, ministro conservador de Educación. El subtítulo transmite el mensaje principal con una claridad y franqueza características: "Los baby-boomers se han apropiado del futuro de sus hijos y deberían devolvérselo".
Willetts demuestra que el volumen aplastante de la generación del baby-boom, comparado con el de las generaciones inmediatamente anterior y siguiente, ha permitido que los nacidos en las dos décadas que siguieron al día de la victoria no sólo dominen la cultura, la moda y la moralidad, sino que, además, acumulen la riqueza, monopolicen el empleo y la vivienda, y reduzcan la movilidad social de la generación siguiente.
Por extraño que parezca, sin embargo, nadie -y menos aún un político en activo como Willetts- ha establecido la conexión entre la tensión intergeneracional a largo plazo y la polémica actual del gasto público y los impuestos.
¿Por qué, por ejemplo, los gobiernos de todas partes se están quedando sin dinero, no sólo en Gran Bretaña y Grecia, sino también en Estados Unidos, Alemania, Japón y Francia?
¿Por qué suben los impuestos sin piedad en todos los países capitalistas avanzados?
¿Y por qué se recorta el gasto público en colegios, universidades, ciencia, defensa, cultura, medio ambiente y transporte, mientras que el gasto en sanidad y pensiones sigue aumentando?
¿En qué se gasta el dinero público?
La respuesta populista a esas preguntas es que todos vamos a pagar por la avaricia de los banqueros, pero no es cierto. Según los cálculos del FMI, la crisis de los créditos, los rescates bancarios y la recesión sólo representan el 14% del aumento previsto de la deuda pública británica.
El 86% restante de la presión fiscal a largo plazo se debe al crecimiento del gasto público en sanidad, pensiones y asistencia a largo plazo.
La crisis de los créditos y la recesión no han creado la presión actual sobre los préstamos públicos y el gasto. Se han limitado a adelantar una crisis fiscal entre edades que era inevitable, porque en 2020 la mayoría de los baby-boomers se habrán jubilado.
La solución racional a esta crisis fiscal sería que los gobiernos redujeran su gasto en pensiones, sanidad y asistencia a largo plazo. Sin embargo, esos son precisamente los derechos que protegen y salvaguardan los políticos, no sólo de Gran Bretaña, sino también de Estados Unidos y muchos países de Europa, incluso si se recortan sin piedad otros programas estatales.
Mas educación, menos pensiones
La política de la próxima década estará dominada por una batalla por el gasto público y los impuestos entre generaciones. Los jóvenes se darán cuenta de que las distintas categorías del gasto público entran en conflicto directo:
si quieren más gasto en colegios, universidades y mejoras medioambientales, tendrán que votar por un recorte de la sanidad y las pensiones.
Las escuelas y universidades son más importantes para el futuro de la sociedad que las pensiones.
Sin embargo, todas las democracias del mundo han llegado a la conclusión opuesta.
Si muchos políticos aseguran estar obsesionados con la educación -recordemos las tres prioridades de Tony Blair: educación, educación y educación-, en realidad prestan su apoyo a la sanidad y las pensiones hasta el punto de la bancarrota nacional, mientras aprietan el cinturón de las universidades.
Lo mismo se puede decir de muchas ventajas fiscales concedidas a los pensionistas a lo largo de los años. Por poner un ejemplo, ¿es mejor para la sociedad ofrecer viajes gratis en autobús a acaudalados ciudadanos de 80 años o a jóvenes empobrecidos que buscan su primer empleo?
¿Por qué no se debaten nunca estos conflictos de tanto interés entre los jóvenes y los viejos?
En parte, por el mito de que los pensionistas "tienen derecho" a todas sus ventajas, porque han "cumplido con su deber" en forma de seguridad social e impuestos.
Sencillamente, no es cierto. El verdadero valor de las prestaciones de los baby-boomers es del 118% de los impuestos que pagaron, según Willetts, una cifra que se eleva según otros cálculos.
En segundo lugar y más importante todavía es que los baby-boomers son tantos que ningún político se atreve a arremeter en contra de sus intereses. Y las personas mayores suelen votar más.
Como resultado, las democracias serán cada vez más rehenes de los intereses especiales de estas panteras grises, cuyo poder aumentará constantemente a medida que se jubilen más.
¿Degenerará la política en un conflicto entre el número menguante de votantes con niños, preocupados por la educación y el futuro, y el poder masivo de los pensionistas, con unos horizontes a más corto plazo?
Ésta es mi modesta propuesta para evitar un futuro tan desagradable: dado que a los menores de 18 años no se les permite votar, tal vez se podría prohibir el voto a los pensionistas que hayan cumplido 75 u 80 años.
Una alternativa igualmente eficaz sería dar a las madres un voto adicional por cada hijo menor de edad. Dada la poca probabilidad de esas reformas, espero que el Gobierno griego tenga que vender el Partenón. Y que Oxford y Cambridge acaben convirtiéndose en lujosas residencias de la tercera edad.
Anatole Kaletsky, director adjunto y jefe de Economía del diario The Times.