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Anatole Kaletsky: Es la era de la guerra entre generaciones


Anatole Kaletsky: Es la era de la guerra entre generaciones

Anatole Kaletsky
14/06/2010 - 9:39

Acabo de cumplir 58 años. Si fuera un trabajador griego, podría jubilarme. Aunque las pensiones en Grecia suelen empezar a cobrarse a los 61, existen disposiciones que permiten jubilarse a los 58 si se ha trabajado durante 35 años, precisamente el tiempo que llevo trabajando yo.

Mi pensión del Estado griego, vinculada al índice de inflación, alcanzaría entre el 75 y el 90% del salario medio nacional, garantizado para el resto de mi vida.
Si quiere saber por qué la economía helena ha entrado en bancarrota y el euro parece estar al borde de la desintegración, no mire más allá. El mejor argumento que he oído para una ruptura del euro ha sido un comentario en un periódico alemán:
 "Los griegos salen a la calle para protestar contra una subida de la edad de jubilación de 61 a 63 años.¿Tendremos que ampliar los alemanes nuestra edad laboral de los 67 a los 69 para que los helenos puedan disfrutar de su jubilación?"
No se trata, sin embargo, de un artículo más sobre griegos derrochadores y alemanes santurrones. La batalla de los rescates en Europa sólo es secundaria comparada con el enorme conflicto social que nos espera por todo el mundo en los próximos veinte años.

El fenómeno baby boom


No será una lucha entre naciones ni clases sociales, sino entre generaciones, y es un conflicto que en Gran Bretaña empieza propiamente este año. El final de la Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1945, marcó el inicio del baby boom, que duró hasta mediados de los sesenta. Ahora, 65 años después, la correspondiente revolución pensionista está a punto de hacer tambalear nuestra sociedad, nuestra economía y nuestras instituciones políticas.
Si el término revolución le parece exagerado, considere el principal problema de la política británica hoy en día, y después permítame que dirija su atención al libro más importante sobre el tema, escrito casualmente por un alto ministro del nuevo Gobierno. La cuestión es, por supuesto, el volumen insostenible de déficit público. El libro se titula The pinch, y lo firma David Willetts, ministro conservador de Educación. El subtítulo transmite el mensaje principal con una claridad y franqueza características: "Los baby-boomers se han apropiado del futuro de sus hijos y deberían devolvérselo".
Willetts demuestra que el volumen aplastante de la generación del baby-boom, comparado con el de las generaciones inmediatamente anterior y siguiente, ha permitido que los nacidos en las dos décadas que siguieron al día de la victoria no sólo dominen la cultura, la moda y la moralidad, sino que, además, acumulen la riqueza, monopolicen el empleo y la vivienda, y reduzcan la movilidad social de la generación siguiente.
Por extraño que parezca, sin embargo, nadie -y menos aún un político en activo como Willetts- ha establecido la conexión entre la tensión intergeneracional a largo plazo y la polémica actual del gasto público y los impuestos.
¿Por qué, por ejemplo, los gobiernos de todas partes se están quedando sin dinero, no sólo en Gran Bretaña y Grecia, sino también en Estados Unidos, Alemania, Japón y Francia? 
¿Por qué suben los impuestos sin piedad en todos los países capitalistas avanzados? 
¿Y por qué se recorta el gasto público en colegios, universidades, ciencia, defensa, cultura, medio ambiente y transporte, mientras que el gasto en sanidad y pensiones sigue aumentando?

¿En qué se gasta el dinero público?

La respuesta populista a esas preguntas es que todos vamos a pagar por la avaricia de los banqueros, pero no es cierto. Según los cálculos del FMI, la crisis de los créditos, los rescates bancarios y la recesión sólo representan el 14% del aumento previsto de la deuda pública británica.
El 86% restante de la presión fiscal a largo plazo se debe al crecimiento del gasto público en sanidad, pensiones y asistencia a largo plazo.
 La crisis de los créditos y la recesión no han creado la presión actual sobre los préstamos públicos y el gasto. Se han limitado a adelantar una crisis fiscal entre edades que era inevitable, porque en 2020 la mayoría de los baby-boomers se habrán jubilado.
La solución racional a esta crisis fiscal sería que los gobiernos redujeran su gasto en pensiones, sanidad y asistencia a largo plazo. Sin embargo, esos son precisamente los derechos que protegen y salvaguardan los políticos, no sólo de Gran Bretaña, sino también de Estados Unidos y muchos países de Europa, incluso si se recortan sin piedad otros programas estatales.

Mas educación, menos pensiones

La política de la próxima década estará dominada por una batalla por el gasto público y los impuestos entre generaciones. Los jóvenes se darán cuenta de que las distintas categorías del gasto público entran en conflicto directo: 
si quieren más gasto en colegios, universidades y mejoras medioambientales, tendrán que votar por un recorte de la sanidad y las pensiones.
Las escuelas y universidades son más importantes para el futuro de la sociedad que las pensiones. 
Sin embargo, todas las democracias del mundo han llegado a la conclusión opuesta.
Si muchos políticos aseguran estar obsesionados con la educación -recordemos las tres prioridades de Tony Blair: educación, educación y educación-, en realidad prestan su apoyo a la sanidad y las pensiones hasta el punto de la bancarrota nacional, mientras aprietan el cinturón de las universidades.
Lo mismo se puede decir de muchas ventajas fiscales concedidas a los pensionistas a lo largo de los años. Por poner un ejemplo, ¿es mejor para la sociedad ofrecer viajes gratis en autobús a acaudalados ciudadanos de 80 años o a jóvenes empobrecidos que buscan su primer empleo?
¿Por qué no se debaten nunca estos conflictos de tanto interés entre los jóvenes y los viejos?
En parte, por el mito de que los pensionistas "tienen derecho" a todas sus ventajas, porque han "cumplido con su deber" en forma de seguridad social e impuestos. 
Sencillamente, no es cierto. El verdadero valor de las prestaciones de los baby-boomers es del 118% de los impuestos que pagaron, según Willetts, una cifra que se eleva según otros cálculos.
En segundo lugar y más importante todavía es que los baby-boomers son tantos que ningún político se atreve a arremeter en contra de sus intereses. Y las personas mayores suelen votar más. 
Como resultado, las democracias serán cada vez más rehenes de los intereses especiales de estas panteras grises, cuyo poder aumentará constantemente a medida que se jubilen más.
¿Degenerará la política en un conflicto entre el número menguante de votantes con niños, preocupados por la educación y el futuro, y el poder masivo de los pensionistas, con unos horizontes a más corto plazo?
Ésta es mi modesta propuesta para evitar un futuro tan desagradable: dado que a los menores de 18 años no se les permite votar, tal vez se podría prohibir el voto a los pensionistas que hayan cumplido 75 u 80 años.
Una alternativa igualmente eficaz sería dar a las madres un voto adicional por cada hijo menor de edad. Dada la poca probabilidad de esas reformas, espero que el Gobierno griego tenga que vender el Partenón. Y que Oxford y Cambridge acaben convirtiéndose en lujosas residencias de la tercera edad.
Anatole Kaletsky, director adjunto y jefe de Economía del diario The Times.
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Del Rivero: 'El PER es un sistema en el que se fomenta la vagancia'


NOTA DE VRedondoF: lo dice con toda la razon del mundo , ya han salido los de siempre "dandole" caña. Lo "patetico" es que los argumentos que esgrimen son eso ... ¡¡ pateticos !!.
SE mire por donde se mire el trabajar 33 dias para que te queden 6 meses de paro es eso .... 

¡¡¡ ABERRANTE !!!


Del Rivero: 'El PER es un sistema en el que se fomenta la vagancia'
15/06/2010 El Mundo Juan E.Maillo






Santander.- El presidente de Sacyr Vallehermoso, Luis del Rivero, ha lanzado una reflexión que a buen seguro generará sarpullidos en Andalucía y Extremadura: "El PER es un sistema en que se fomenta la vagancia".
Del Rivero ha intervenido en un curso organizado por la Asociación de Periodistas de Información Económica (APIE) en la Universidad Menéndez Pelayo (UIMP), en Santander. En este foro ha reclamado que se dé una vuelta al subsidio agrario que pueden recibir los jornaleros andaluces y extremeños.
El presidente de Sacyr ha recordado que cuando España tenía una tasa de paro del 8%, en las regiones del norte del país la tasa rondaba el 3% o el 4%; en Madrid era del 5%, en la costa levantina y Cataluña el 7%, pero en Andalucía y Extremadura el 20%.
En su opinión, el subsidio agrario "tiene un efecto psicológico terrible sobre el sistema financiero mundial" al conllevar ese paro de más del 20%. "Es como situar al presidente del Gobierno", José Luis Rodríguez Zapatero, entre los mandatarios de Letonia y Grecia, como sucedió en el Foro de Davos.
Y la razón, según el presidente de Sacyr, es clara: "Si hay un sistema en que se fomenta la vagancia es el PER", el plan de empleo rural que permite combinar peonadas en el campo con trabajos para los ayuntamientos (hasta sumar 35) para poder percibir seis meses de ayuda pública.
Eso "hay que combatirlo de alguna manera", ha asegurado Luis del Rivero.






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Los desequilibrios financieros y el funcionamiento de nuestro mercado de trabajo



Publicado en Expansion el 02-06-2010 , por Óscar Fanjul
Tras nuestra incorporación al euro los salarios crecieron en España el doble que en Alemania mientras que la productividad lo hizo la mitad. Esta pérdida de competitividad resume elocuentemente la naturaleza de nuestros actuales problemas, siendo la difícil situación financiera más una manifestación que el origen de los mismos.

Pero a pesar de esta mala evolución de costes y de productividad, la economía pudo crecer por el formidable shock positivo que supuso el euro. La existencia durante largo tiempo de bajos tipos de interés y de abundante financiación permitió a los agentes económicos endeudarse para consumir e invertir, generando un notable incremento de la demanda interna, del PIB y del déficit por cuenta corriente. Sin embargo, este tipo de crecimiento no es sostenible y tenemos repetidos ejemplos de cómo tarde o temprano tales desequilibrios y excesos conducen a una crisis. En la actualidad vivimos una etapa de corrección de estos desequilibrios y con las restricciones de crédito y con el alto grado de apalancamiento existentes, el sector privado dará prioridad en los próximos años a la reducción de la deuda acumulada, lo que limitará su disposición a gastar.

La desconfianza de los mercados reside sobre todo en nuestra capacidad para volver a crecer y reducir el desempleo
El margen fiscal y la necesidad de crecer

Con tal situación de la demanda privada sería aconsejable una política gradual de consolidación fiscal, que no sea tan intensa como para abortar una incipiente recuperación, y que se acelere con el ritmo de ésta. Estados Unidos prevé incluso aumentar su déficit en 2010.

Sin embargo, el rápido deterioro experimentado por las cuentas públicas y la desconfianza y ansiedad existente en los mercados internacionales limita el margen de maniobra y nos fuerza, inevitablemente, a ajustes menos graduales de lo que sería óptimo. Navegar entre la expansión necesaria y la expansión que los mercados están dispuestos a aceptar, en definitiva a qué ritmo reducir los déficit, es hoy el mayor reto de la política económica.

Además, podría también alegarse que, así como ha tenido sentido aplicar políticas fiscales agresivas para evitar otra Gran Depresión, es menos claro que tenga el mismo sentido continuar aplicando igual tipo de políticas para combatir una recesión que no es más que consecuencia de la corrección de desequilibrios extremos. Como el propio Keynes escribía en el Times en 1937 “tal vez nos aproximamos o hemos llegado a un punto donde no ofrece muchas ventajas aplicar más estímulos generales… la estructura económica es desgraciadamente rígida…”.

Un proceso de recuperación puede descarrilarse tanto por una reducción excesivamente rápida de los déficit como por un endurecimiento brusco de las condiciones de financiación provocada por la ansiedad de los mercados. Ahora bien, ¿cuál es la razón de la desconfianza de los mercados? La desconfianza existente es, sobre todo, respecto a nuestra capacidad para volver a crecer y reducir el desempleo, la forma más eficiente de aumentar los ingresos y de reducir el gasto público (de desempleo, por ejemplo). El problema es que hemos consumido aceleradamente una parte sustancial de la munición y del margen de acción disponible que nos permitía el haber entrado en la crisis con un moderado nivel de deuda pública. En efecto, el déficit fiscal ha crecido en dos años en más de 12 puntos porcentuales del PIB, a pesar de existir unos tipos de interés excepcionalmente bajos, y la proporción que representa nuestro déficit primario –el que determina el crecimiento de la deuda– es el mayor de la eurozona.

En la actualidad, la proporción que del PIB español representa el conjunto de la deuda bruta pública y privada es una de las más altas del mundo desarrollado, superada sólo por el Reino Unido y Japón. Sólo los países que han experimentado simultáneamente una crisis bancaria e inmobiliaria, como Estados Unidos, Irlanda o Inglaterra, han sufrido un deterioro semejante de las cuentas públicas, lo que ilustra el impacto tan negativo experimentado por el sector no financiero de nuestra economía y la situación que tendríamos si, además, también hubiéramos sufrido una crisis bancaria.

La disyuntiva es, pues, volver a crecer o tener que aplicar medidas fiscalmente aún más restrictivas. La alternativa no es si estabilizar o no las cuentas públicas, si no el de si lo hacemos gradualmente recuperando el crecimiento, o si tendremos que hacerlo vía más impuestos, menos gastos y menos crecimiento.

Los inversores internacionales ya se han formado un juicio de cuál es la situación y lo que cabe esperar de Grecia. La línea de defensa del bloque Euro ha pasado a ser España y, por ello, y hasta que se dilucide nuestra situación, la economía española será objeto de un grado de atención internacional como nunca ha existido en el pasado.

Es necesario aumentar nuestra competitividad, lo que no es posible sin políticas de oferta y en concreto la reforma laboral
Políticas económicas

Por ello es tan importante despejar claramente cuales son las políticas económicas que estamos dispuestos a ejecutar. Por ello es también conveniente no mezclar lo que es política anticíclica con políticas que son importantes, pero que tienen que ver más con el largo plazo que con el ciclo. Ha sido frecuente presentar las políticas de I+D, las de reforma educativa, o las llamadas de sostenibilidad y de cambio de modelo de crecimiento, como fórmulas para combatir la crisis cuando estas, en caso de tener éxito, tendrán efecto sobre la producción y el empleo a largo o a muy largo plazo.
Conviene recordar que el nivel de nuestro PIB ha retrocedido ya al nivel del año 2006, habiéndose producido una significativa destrucción de capacidad productiva que ha disminuido nuestro PIB potencial y, por tanto, la capacidad de crear empleo. No es necesario acudir a la más repetida sentencia de Keynes, aquella sobre lo que nos pasa a largo plazo, para entender que lo urgente hoy es detener el deterioro y crecer, más que el tipo de crecimiento, teniendo en cuenta que en estos momentos el tiempo se mide en trimestres y no en lustros.

El mercado de trabajo

Como la demanda privada continuará restringida por el proceso de desendeudamiento y por el temor al paro, para volver a crecer necesitamos exportar e invertir más y ello requiere aumentar nuestra competitividad, lo que no es posible sin políticas de oferta y, más concretamente, sin cambios en el mercado de trabajo, el más importante de todos. En este sentido, es un error pensar, como a veces se hace, que porque crecimos en el pasado con el actual mercado de trabajo, podremos seguir haciéndolo igualmente en el futuro.

Conviene recordar que el crecimiento pasado se explica por una fuerte expansión de la demanda interna, favorecida por una excesiva expansión del crédito, por un aumento del número de empleados pero con un muy bajo crecimiento de su productividad y, finalmente, por un crecimiento notable del resto del mundo, características que no son fácilmente repetibles.
Se ha escrito y discutido tanto sobre la necesidad de reformar el mercado de trabajo, son tantos los informes y manifestaciones de todo tipo de organismos internacionales, empresas domésticas y extranjeras, académicos… que un artículo más no va a convencer a nadie de lo que hacer o no. El economista José Juan Ruiz escribía recientemente que somos una economía sobre diagnosticada De hecho, un problema de nuestra sociedad es una cierta banalización o fatalismo en torno al problema del paro, y una resistencia y escepticismo social a reaccionar ante el mismo, existiendo una tendencia a negar la realidad simplemente por que es desagradable o no nos gustan las conclusiones.
Es preciso promover reformas que faciliten a las empresas introducir cambios en la organización del trabajo
Así, por ejemplo, en el caso de la economía española, no es fácil explicar los tan largos periodos que han existido de alto paro, y el escaso impacto moderador de ello en precios y en salarios reales, no existiendo economías comparables.
Algunos de los cambios necesarios son de naturaleza estructural, cuyo pleno efecto se notará a largo plazo pero, sin embargo, no puede minusvalorarse el impacto a corto del solo hecho de ser introducidos, al afectar a la confianza y al sistema de incentivo de los individuos.
Se habla mucho de nuevas fórmulas de contratación, además de moderación salarial. Racionalizar nuestros modelos de contrato de trabajo y crear uno nuevo que haga más atractiva la contratación puede ser útil y se han hecho propuestas de interés. Pero lo que realmente importa, y ha sido insuficientemente discutido, es la necesidad de promover reformas institucionales que permitan a las empresas poder introducir con mayor facilidad cambios en la organización interna del trabajo, sin el consumo de tiempo, el coste y las dificultades tan enormes que hoy conlleva, cuando ello es posible.
Se trata de facilitar el dinamismo de las organizaciones, la capacidad para innovar y la flexibilidad de las empresas para adaptarse a los cambios en las circunstancias del mercado. Es esta la forma de aumentar productividad, y en un momento de ajuste como el actual, en que no será fácil crear nuevos empleos, es la mejor manera de reducir la destrucción de puestos de trabajo y también de incentivar la contratación, tal como nos muestra la experiencia reciente de otras economías.
Para aumentar la productividad necesitamos hacer dos cosas, aumentar la movilidad de los factores de producción, de unos sectores a otros, de unas empresas a otras, y cambiar la forma en que esos factores se combinan en el seno de cada empresa. Ambas cosas son hoy muy difíciles. Por una parte, por las dificultades bien conocidas que existen para ajustar capacidad. Por otra parte, nuestro sistema de relaciones industriales se caracteriza por las grandes dificultades que existen para introducir cambios si no existe consenso entre las partes afectadas. Pero es precisamente esto último lo que impide que las partes tengan suficientes incentivos para alcanzar acuerdos, e incluso ello dificulta la posición de los negociadores para justificar los mismos ante sus representados, pues estos saben que el coste de la inmovilidad, de decir no al cambio, es en la práctica muy bajo. Ello conduce a que para introducir determinados cambios organizativos han de acordarse, incluso por empresas en fuerte crisis, compensaciones económicas excesivas para la naturaleza del cambio.
En nuestra economía, el mecanismo de los convenios colectivos, la necesidad para determinadas decisiones del visto bueno de las autoridades laborales, inevitablemente muy condicionados por las presiones políticas y sociales locales, por lo que raramente aprueban algo si no existe previo acuerdo, o de los jueces que juzgan sobre si existen o no razones económicas para determinadas decisiones empresariales, hacen lento y costoso introducir, cuando no imposibles, cambios organizativos.
Puede tener sentido que para decidir sobre la reorganización de una empresa que ha quebrado o suspendido pagos decidan los jueces, pero tiene poco sentido que jueces y autoridades laborales decidan sobre el tamaño de la fuerza de trabajo de una empresa, o sobre como debe organizarse el trabajo en la misma, o sobre sí existen o no razones económicas para justificar determinados cambios.
Convenios colectivos
Tampoco tiene sentido que todas las pequeñas y medianas empresas de un sector de una comunidad autónoma estén obligadas a cumplir un mismo convenio colectivo, de cuya negociación se encuentran muy alejadas, y del que resulta difícil descolgarse a pesar de las características o dificultades específicas de cada empresa, lo que limita la nueva contratación, fomenta la economía sumergida, u obliga a que el único ajuste posible sea vía la destrucción de empleo y de capacidad productiva.
Un ejemplo suficientemente ilustrativo de lo difícil que resulta cambiar la forma en que se organiza el trabajo, lo constituye el reciente conflicto de Aena, donde precisamente la reorganización de los modos de trabajo regulados por un convenio colectivo parece no haber sido posible más que con la publicación de un decreto ley. Entre la situación actual de las empresas y la capacidad de la que dispone el Estado es necesario encontrar algún punto intermedio. De ahí las dudas sobre la efectividad que cabe esperar de la mera introducción de un nuevo contrato –recordemos que ya se ha probado con un buen número de ellos– pues si finalmente, y excepto en los casos de casos individuales, su aplicación o no continúa siendo decidida por una autoridad pública, permanecerán la misma incertidumbre y las mismas dificultades antes comentadas.
Reforma laboral creíble
Una reforma creíble del mercado de trabajo debe permitir a las empresas tomar con mayor facilidad decisiones para adaptarse a los cambios de circunstancias lo que afectará, sin duda, al comportamiento de los agentes y, en fin, a la rentabilidad esperada del capital y a la confianza de los inversores, y facilitará acuerdos hoy difíciles de alcanzar. Aunque pueda ser no popular decirlo, para el empleo es hoy conveniente que sea posible introducir determinados cambios en las empresas aun en ausencia de acuerdo. Qué cambios, en qué casos… es sobre lo que hay que decidir.
Uno de los argumentos que a veces se utiliza para rechazar este tipo de reforma tiene que ver con el mantenimiento de las ventajas sociales y no creo que nadie niegue que el respeto y la mejora de las mismas constituye un objetivo de nuestra sociedad. Sin embargo, en economía y en política social no siempre todos los objetivos son compatibles, con frecuencia existen conflictos entre ellos y es necesario elegir y el proceso de decisión política consiste en eso.
En algunos casos puede plantearse una disyuntiva entre lo que la sociedad, o parte de ella, ha considerado en el pasado una ventaja social y, por ejemplo, la creación de empleo juvenil. ¿Ha de sacrificarse siempre este último objetivo? Si la población alarga significativamente su vida ¿Es sacrificar una ventaja social el alargar el periodo de cotización, cuando el no hacerlo supone, inevitablemente, transferir una responsabilidad financiera futura a los que hoy son más jóvenes? Lo que es una ventaja social para unos es coste para otros. ¿Supone reducir ventajas sociales el desincentivar o penalizar los excesos de absentismo? ¿O cambiar la estructura del subsidio de desempleo primando a los que antes están dispuestos a aceptar ofertas de trabajo frente a los que más alargan el periodo de cobro? La introducción de nuevas ventajas sociales puede a veces significar adaptar o moderar otras.
Es claro que la tarea a ejecutar no es fácil, si lo fuera la sociedad lo habría hecho sin necesidad de una intervención del Estado y, por ello, es la hora de la política, porque es necesario hacer elecciones entre objetivos en conflicto. Como ocurre en el caso de la guerra y los generales, la tarea es demasiado importante como para dejarlo en manos de los economistas.

Óscar Fanjul - Wikipedia, la enciclopedia libre


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¿A quien le interesa la reforma laboral?


de Jose María García-Hoz 
Ni Mendez ni Toxo van a firmar una reforma laboral que suponga quedarse sin medio de vida… En su lugar seguramente nadie lo haría…El Gobierno se mueve entre el miedo a la huelga general y la esperanza de que venga impuesta por la Unión Europea o el FMI.
La reforma laboral que  el Gobierno se había comprometido a ponerla en marcha, con o sin acuerdo de sindicatos y patronal, se retrasa:  primero era para marzo, luego para mayo, ahora en junio y seguro que, como los estudiantes regulares, deberá esperar a septiembre.
El retraso es tanto más impresentable  cuanto que la reforma es más necesaria. Todos los economistas nacionales e internacionales señalan que las recientes medidas de ajustes, por mal nombre el recortazo, pueden quedar sin sentido si no se procede a la reforma laboral (entre otras). Estamos en esa situación en la que se ha parado la hemorragia al enfermo, pero ahora necesita medicinas y quizás alguna intervención quirúrgica para que de verdad podamos hablar de comienzo de la recuperación.
Hay que decirlo claro: la reforma laboral no sale adelante porque los primeros “reformados” serían las cúpulas directivas y burocráticas de sindicatos y patronal. Tal y como está el régimen laboral vigente, estas superestructuras sindicales y empresariales fundamentan su influencia y su poder en una negoaciación colectiva igualmente superestructural: se acuerdan los convenios a nivel nacional y/o sectorial,  con sus acuerdos salariales y de todo orden obligatorios para todas las empresas de un sector como si todas las empresas fueran iguales o pasaran por la misma circunstancia.
Esa modelo, no hay que decirlo, anquilosa toda la economía porque trata como iguales a empresas que solo se parecen en la clasificación de su actividad. En el momento en que –como recomendaron los 100 economistas españoles en su manifiesto de hace un año, o la Unión Europea, o el FMI, o la OCDE y el sursum corda– los empresarios y trabajadores de un empresa pudieran negociar por ellos mismos la actividad sindical se adaptaría a la realidad… Y los secretariados nacional, confederal y demás organismos burocráticos perderían su razón de ser y, en el colmo de la racionalidad,  perderían también la subvención que obligadamente les pagan los contribuyentes españoles.
Solo con estas reformas, rutinariamente llamadas estructurales, la economía española puede caminar por una senda de crecimiento; sin ellas y por efecto del decretazo la actividad seguirá estancada,  el paro en aumento y dentro de unos meses será necesario recabar nuevas ayudas de la UE porque el sector público español seguirá siendo una máquina de perder dinero.
¿Y el Gobierno? Desde luego debería remangarse y sacar adelante por Real Decreto Ley unas medidas que los negociadores “sociales” no quieren ni ver. Si no lo hace es por miedo a la inevitable huelga general y por esperanza de que la Unión Europea, al poner en marcha el Gobierno económico común que se nos viene encima, obligue a España a articular una reforma laboral digna de tal nombre: en esa circunstancia Rodríguez Zapatero podría decir que los culpables son los socios comunitarios.
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