Publicado en Expansion el 02-06-2010 , por Óscar Fanjul
Tras nuestra incorporación al euro los salarios crecieron en España el doble que en Alemania mientras que la productividad lo hizo la mitad. Esta pérdida de competitividad resume elocuentemente la naturaleza de nuestros actuales problemas, siendo la difícil situación financiera más una manifestación que el origen de los mismos.
Pero a pesar de esta mala evolución de costes y de productividad, la economía pudo crecer por el formidable shock positivo que supuso el euro. La existencia durante largo tiempo de bajos tipos de interés y de abundante financiación permitió a los agentes económicos endeudarse para consumir e invertir, generando un notable incremento de la demanda interna, del PIB y del déficit por cuenta corriente. Sin embargo, este tipo de crecimiento no es sostenible y tenemos repetidos ejemplos de cómo tarde o temprano tales desequilibrios y excesos conducen a una crisis. En la actualidad vivimos una etapa de corrección de estos desequilibrios y con las restricciones de crédito y con el alto grado de apalancamiento existentes, el sector privado dará prioridad en los próximos años a la reducción de la deuda acumulada, lo que limitará su disposición a gastar.
El margen fiscal y la necesidad de crecer
Con tal situación de la demanda privada sería aconsejable una política gradual de consolidación fiscal, que no sea tan intensa como para abortar una incipiente recuperación, y que se acelere con el ritmo de ésta. Estados Unidos prevé incluso aumentar su déficit en 2010.
Sin embargo, el rápido deterioro experimentado por las cuentas públicas y la desconfianza y ansiedad existente en los mercados internacionales limita el margen de maniobra y nos fuerza, inevitablemente, a ajustes menos graduales de lo que sería óptimo. Navegar entre la expansión necesaria y la expansión que los mercados están dispuestos a aceptar, en definitiva a qué ritmo reducir los déficit, es hoy el mayor reto de la política económica.
Además, podría también alegarse que, así como ha tenido sentido aplicar políticas fiscales agresivas para evitar otra Gran Depresión, es menos claro que tenga el mismo sentido continuar aplicando igual tipo de políticas para combatir una recesión que no es más que consecuencia de la corrección de desequilibrios extremos. Como el propio Keynes escribía en el Times en 1937 “tal vez nos aproximamos o hemos llegado a un punto donde no ofrece muchas ventajas aplicar más estímulos generales… la estructura económica es desgraciadamente rígida…”.
Un proceso de recuperación puede descarrilarse tanto por una reducción excesivamente rápida de los déficit como por un endurecimiento brusco de las condiciones de financiación provocada por la ansiedad de los mercados. Ahora bien, ¿cuál es la razón de la desconfianza de los mercados? La desconfianza existente es, sobre todo, respecto a nuestra capacidad para volver a crecer y reducir el desempleo, la forma más eficiente de aumentar los ingresos y de reducir el gasto público (de desempleo, por ejemplo). El problema es que hemos consumido aceleradamente una parte sustancial de la munición y del margen de acción disponible que nos permitía el haber entrado en la crisis con un moderado nivel de deuda pública. En efecto, el déficit fiscal ha crecido en dos años en más de 12 puntos porcentuales del PIB, a pesar de existir unos tipos de interés excepcionalmente bajos, y la proporción que representa nuestro déficit primario –el que determina el crecimiento de la deuda– es el mayor de la eurozona.
En la actualidad, la proporción que del PIB español representa el conjunto de la deuda bruta pública y privada es una de las más altas del mundo desarrollado, superada sólo por el Reino Unido y Japón. Sólo los países que han experimentado simultáneamente una crisis bancaria e inmobiliaria, como Estados Unidos, Irlanda o Inglaterra, han sufrido un deterioro semejante de las cuentas públicas, lo que ilustra el impacto tan negativo experimentado por el sector no financiero de nuestra economía y la situación que tendríamos si, además, también hubiéramos sufrido una crisis bancaria.
La disyuntiva es, pues, volver a crecer o tener que aplicar medidas fiscalmente aún más restrictivas. La alternativa no es si estabilizar o no las cuentas públicas, si no el de si lo hacemos gradualmente recuperando el crecimiento, o si tendremos que hacerlo vía más impuestos, menos gastos y menos crecimiento.
Los inversores internacionales ya se han formado un juicio de cuál es la situación y lo que cabe esperar de Grecia. La línea de defensa del bloque Euro ha pasado a ser España y, por ello, y hasta que se dilucide nuestra situación, la economía española será objeto de un grado de atención internacional como nunca ha existido en el pasado.
Políticas económicas
Por ello es tan importante despejar claramente cuales son las políticas económicas que estamos dispuestos a ejecutar. Por ello es también conveniente no mezclar lo que es política anticíclica con políticas que son importantes, pero que tienen que ver más con el largo plazo que con el ciclo. Ha sido frecuente presentar las políticas de I+D, las de reforma educativa, o las llamadas de sostenibilidad y de cambio de modelo de crecimiento, como fórmulas para combatir la crisis cuando estas, en caso de tener éxito, tendrán efecto sobre la producción y el empleo a largo o a muy largo plazo.
Conviene recordar que el nivel de nuestro PIB ha retrocedido ya al nivel del año 2006, habiéndose producido una significativa destrucción de capacidad productiva que ha disminuido nuestro PIB potencial y, por tanto, la capacidad de crear empleo. No es necesario acudir a la más repetida sentencia de Keynes, aquella sobre lo que nos pasa a largo plazo, para entender que lo urgente hoy es detener el deterioro y crecer, más que el tipo de crecimiento, teniendo en cuenta que en estos momentos el tiempo se mide en trimestres y no en lustros.
El mercado de trabajo
Como la demanda privada continuará restringida por el proceso de desendeudamiento y por el temor al paro, para volver a crecer necesitamos exportar e invertir más y ello requiere aumentar nuestra competitividad, lo que no es posible sin políticas de oferta y, más concretamente, sin cambios en el mercado de trabajo, el más importante de todos. En este sentido, es un error pensar, como a veces se hace, que porque crecimos en el pasado con el actual mercado de trabajo, podremos seguir haciéndolo igualmente en el futuro.
Conviene recordar que el crecimiento pasado se explica por una fuerte expansión de la demanda interna, favorecida por una excesiva expansión del crédito, por un aumento del número de empleados pero con un muy bajo crecimiento de su productividad y, finalmente, por un crecimiento notable del resto del mundo, características que no son fácilmente repetibles.
Se ha escrito y discutido tanto sobre la necesidad de reformar el mercado de trabajo, son tantos los informes y manifestaciones de todo tipo de organismos internacionales, empresas domésticas y extranjeras, académicos… que un artículo más no va a convencer a nadie de lo que hacer o no. El economista José Juan Ruiz escribía recientemente que somos una economía sobre diagnosticada De hecho, un problema de nuestra sociedad es una cierta banalización o fatalismo en torno al problema del paro, y una resistencia y escepticismo social a reaccionar ante el mismo, existiendo una tendencia a negar la realidad simplemente por que es desagradable o no nos gustan las conclusiones.
Así, por ejemplo, en el caso de la economía española, no es fácil explicar los tan largos periodos que han existido de alto paro, y el escaso impacto moderador de ello en precios y en salarios reales, no existiendo economías comparables.
Algunos de los cambios necesarios son de naturaleza estructural, cuyo pleno efecto se notará a largo plazo pero, sin embargo, no puede minusvalorarse el impacto a corto del solo hecho de ser introducidos, al afectar a la confianza y al sistema de incentivo de los individuos.
Se habla mucho de nuevas fórmulas de contratación, además de moderación salarial. Racionalizar nuestros modelos de contrato de trabajo y crear uno nuevo que haga más atractiva la contratación puede ser útil y se han hecho propuestas de interés. Pero lo que realmente importa, y ha sido insuficientemente discutido, es la necesidad de promover reformas institucionales que permitan a las empresas poder introducir con mayor facilidad cambios en la organización interna del trabajo, sin el consumo de tiempo, el coste y las dificultades tan enormes que hoy conlleva, cuando ello es posible.
Se trata de facilitar el dinamismo de las organizaciones, la capacidad para innovar y la flexibilidad de las empresas para adaptarse a los cambios en las circunstancias del mercado. Es esta la forma de aumentar productividad, y en un momento de ajuste como el actual, en que no será fácil crear nuevos empleos, es la mejor manera de reducir la destrucción de puestos de trabajo y también de incentivar la contratación, tal como nos muestra la experiencia reciente de otras economías.
Para aumentar la productividad necesitamos hacer dos cosas, aumentar la movilidad de los factores de producción, de unos sectores a otros, de unas empresas a otras, y cambiar la forma en que esos factores se combinan en el seno de cada empresa. Ambas cosas son hoy muy difíciles. Por una parte, por las dificultades bien conocidas que existen para ajustar capacidad. Por otra parte, nuestro sistema de relaciones industriales se caracteriza por las grandes dificultades que existen para introducir cambios si no existe consenso entre las partes afectadas. Pero es precisamente esto último lo que impide que las partes tengan suficientes incentivos para alcanzar acuerdos, e incluso ello dificulta la posición de los negociadores para justificar los mismos ante sus representados, pues estos saben que el coste de la inmovilidad, de decir no al cambio, es en la práctica muy bajo. Ello conduce a que para introducir determinados cambios organizativos han de acordarse, incluso por empresas en fuerte crisis, compensaciones económicas excesivas para la naturaleza del cambio.
En nuestra economía, el mecanismo de los convenios colectivos, la necesidad para determinadas decisiones del visto bueno de las autoridades laborales, inevitablemente muy condicionados por las presiones políticas y sociales locales, por lo que raramente aprueban algo si no existe previo acuerdo, o de los jueces que juzgan sobre si existen o no razones económicas para determinadas decisiones empresariales, hacen lento y costoso introducir, cuando no imposibles, cambios organizativos.
Puede tener sentido que para decidir sobre la reorganización de una empresa que ha quebrado o suspendido pagos decidan los jueces, pero tiene poco sentido que jueces y autoridades laborales decidan sobre el tamaño de la fuerza de trabajo de una empresa, o sobre como debe organizarse el trabajo en la misma, o sobre sí existen o no razones económicas para justificar determinados cambios.
Convenios colectivos
Tampoco tiene sentido que todas las pequeñas y medianas empresas de un sector de una comunidad autónoma estén obligadas a cumplir un mismo convenio colectivo, de cuya negociación se encuentran muy alejadas, y del que resulta difícil descolgarse a pesar de las características o dificultades específicas de cada empresa, lo que limita la nueva contratación, fomenta la economía sumergida, u obliga a que el único ajuste posible sea vía la destrucción de empleo y de capacidad productiva.
Tampoco tiene sentido que todas las pequeñas y medianas empresas de un sector de una comunidad autónoma estén obligadas a cumplir un mismo convenio colectivo, de cuya negociación se encuentran muy alejadas, y del que resulta difícil descolgarse a pesar de las características o dificultades específicas de cada empresa, lo que limita la nueva contratación, fomenta la economía sumergida, u obliga a que el único ajuste posible sea vía la destrucción de empleo y de capacidad productiva.
Un ejemplo suficientemente ilustrativo de lo difícil que resulta cambiar la forma en que se organiza el trabajo, lo constituye el reciente conflicto de Aena, donde precisamente la reorganización de los modos de trabajo regulados por un convenio colectivo parece no haber sido posible más que con la publicación de un decreto ley. Entre la situación actual de las empresas y la capacidad de la que dispone el Estado es necesario encontrar algún punto intermedio. De ahí las dudas sobre la efectividad que cabe esperar de la mera introducción de un nuevo contrato –recordemos que ya se ha probado con un buen número de ellos– pues si finalmente, y excepto en los casos de casos individuales, su aplicación o no continúa siendo decidida por una autoridad pública, permanecerán la misma incertidumbre y las mismas dificultades antes comentadas.
Reforma laboral creíble
Una reforma creíble del mercado de trabajo debe permitir a las empresas tomar con mayor facilidad decisiones para adaptarse a los cambios de circunstancias lo que afectará, sin duda, al comportamiento de los agentes y, en fin, a la rentabilidad esperada del capital y a la confianza de los inversores, y facilitará acuerdos hoy difíciles de alcanzar. Aunque pueda ser no popular decirlo, para el empleo es hoy conveniente que sea posible introducir determinados cambios en las empresas aun en ausencia de acuerdo. Qué cambios, en qué casos… es sobre lo que hay que decidir.
Una reforma creíble del mercado de trabajo debe permitir a las empresas tomar con mayor facilidad decisiones para adaptarse a los cambios de circunstancias lo que afectará, sin duda, al comportamiento de los agentes y, en fin, a la rentabilidad esperada del capital y a la confianza de los inversores, y facilitará acuerdos hoy difíciles de alcanzar. Aunque pueda ser no popular decirlo, para el empleo es hoy conveniente que sea posible introducir determinados cambios en las empresas aun en ausencia de acuerdo. Qué cambios, en qué casos… es sobre lo que hay que decidir.
Uno de los argumentos que a veces se utiliza para rechazar este tipo de reforma tiene que ver con el mantenimiento de las ventajas sociales y no creo que nadie niegue que el respeto y la mejora de las mismas constituye un objetivo de nuestra sociedad. Sin embargo, en economía y en política social no siempre todos los objetivos son compatibles, con frecuencia existen conflictos entre ellos y es necesario elegir y el proceso de decisión política consiste en eso.
En algunos casos puede plantearse una disyuntiva entre lo que la sociedad, o parte de ella, ha considerado en el pasado una ventaja social y, por ejemplo, la creación de empleo juvenil. ¿Ha de sacrificarse siempre este último objetivo? Si la población alarga significativamente su vida ¿Es sacrificar una ventaja social el alargar el periodo de cotización, cuando el no hacerlo supone, inevitablemente, transferir una responsabilidad financiera futura a los que hoy son más jóvenes? Lo que es una ventaja social para unos es coste para otros. ¿Supone reducir ventajas sociales el desincentivar o penalizar los excesos de absentismo? ¿O cambiar la estructura del subsidio de desempleo primando a los que antes están dispuestos a aceptar ofertas de trabajo frente a los que más alargan el periodo de cobro? La introducción de nuevas ventajas sociales puede a veces significar adaptar o moderar otras.
Es claro que la tarea a ejecutar no es fácil, si lo fuera la sociedad lo habría hecho sin necesidad de una intervención del Estado y, por ello, es la hora de la política, porque es necesario hacer elecciones entre objetivos en conflicto. Como ocurre en el caso de la guerra y los generales, la tarea es demasiado importante como para dejarlo en manos de los economistas.